miércoles, 14 de marzo de 2012

“La mentira”

Un viejo árbol cargado de tierra es el único testigo de los últimos amantes furtivos que osaron penetrar en este lujurioso y enigmático escondite. De hecho la casa se parece a su nombre; parece no existir.
Quizás perteneció a una familia que no halló mejor forma de subsistir que la de ceder sus habitaciones a las batallas eróticas. En fin, pasaría desapercibida si no fuera porque se halla en una curva en las afueras de El Carmen de Bolívar, pero fundamentalmente por el letrero grande y polvoriento que antecede a su entrada: “Motel La mentira”.
Los moteles suelen ser reservados y muy discretos pero “La mentira” desbordó los límites de la complicidad pues parece no haber más movimiento en su interior que el de las polillas fornicándose las patas de las camas, ni más suspiros que el de los fantasmas de viejos amantes en busca de venganza por traiciones vergonzosas difundidas en el pueblo.
Es el mejor nombre de motel que haya visto porque no es “el paraíso”, “la cabaña”, “el séptimo cielo”, “el sueño dorado”, “la cita” ni cualquier otra remembranza de una noche apasionada pero fugaz y hasta fingida.
¡Es “La mentira”! Es decir, la razón suprema en la que se apoyan tácita y premeditadamente dos almas, gemelas para el sexo y no siempre para el amor, con el objetivo imperturbable de entregarse en cuerpo y... cuerpo, bajo el manto neutral de la promiscuidad.
Debe ser imposible imaginar cuántas historias de amor basadas en el nombre de tan ilustre inmueble fueron escritas en ese macondiano lugar para justificar las decepciones, infidelidades y desamores que creen hallar la cura espiritual en el refugio del catre indiscriminado.
Lo paradójico es que lo más sincero que tiene el motel es su nombre, pues hace entender a su pareja (hombre o mujer, claro está) que algún secreto guarda toda la seducción que horas antes le descargaron para concertar la pugna sexual.
Pero precisamente su mérito consiste en que quienes comparecen a este tribunal del placer carnal en procura de una absolución a sus libidinosas necesidades, saben de entrada, y sobre todo de salida, que lo que se va a consumar o lo que se consumó corre el riesgo de quedar registrado en el libro del olvido, pues habían sido advertidos de entrar en “La mentira”.
A no ser que el afán de los comensales les hubiese impedido ver el letrero por la polvareda que lo tapa. En otras palabras, el nombre del lugar no parece invitar a quienes sólo deseen una experiencia diferente con la madre de sus hijos, sino a quienes estén dispuestos a ser apuñalados por el engaño.

Crónica de un mal chiste

La mamá de Juanito no lo podía creer: por primera vez no tendría que gastar un peso en la matrícula de su hijo. “El gobierno”, cualquiera que fuese, no importa, anunció otra vez que la educación en los colegios públicos ahora sí sería gratis.
Juanito se preparó como nunca para ir a clases. Era el primer día de colegio gratis, nada menos, y nadie podría regresarlo a la casa por no pagar. Sin embargo, regresó más pronto de lo que imaginaba… el salón era un horno y los baños un verdadero reto para los publicistas que hacen magia con los detergentes en la televisión.
Por mora en el pago, las empresas de servicios públicos cortaron el agua y la energía, muy seguramente en todo su derecho y amparados en las normas legales correspondientes.
Si el atraso en el pago de los servicios depende o no de los dineros de la educación gratuita, es otro cuento, pero cortarle la luz a un colegio, sobre todo en estos climas, debería ser considerada una infracción al derecho internacional humanitario.
Entonces una amiga de la mamá de Juanito le leyó, porque ella no sabe, una noticia en el periódico según la cual la primera platica del “gobierno” para garantizar la gratuidad de la educación está embolatada.
Preguntó en el colegio y le dijeron que “el municipio” no ha pagado; fue a la Alcaldía y le dijeron que la Gobernación no había enviado la plata. Averiguó en la Gobernación y le dijeron que sí la habían enviado pero que posiblemente la habían utilizado para otra cosa.
¿Para otra cosa? –preguntó ella- ¿y cómo qué otra cosa se puede hacer con la plata de los colegios? El funcionario suspiró profundo y se dijo a sí mismo:
-¡uuuffff!
De nuevo en la alcaldía le informaron que efectivamente habían recibido unos dineros pero que nadie sabía para qué eran exactamente porque fueron enviados con el rubro de “calidad educativa” y en los papeles no decía por ninguna parte que el dinero debía utilizarse para la “gratuidad” de las matrículas.
-Bueno, y por qué no le dicen a ese tal ‘rubro’ que si la plata la mandaron con él, que la devuelva porque los ‘pelaos’ están pasando trabajo con el colegio- dijo la desprevenida mujer.
Finalmente le dijeron que lo de la educación gratuita no fue consultado con el “municipio” para establecer si éste podía asumir esa responsabilidad. ¡No fue consultado! Pero si la mamá de Juanito y medio pueblo más lo sabían desde el año pasado, y en los periódicos salía una propaganda inmensa anunciando la redención para el bolsillo de muchos padres de familia…
-¿Y cuándo ha respondido “el municipio” por algo?- dijo la señora.
-Es cuestión de trámites- le dijeron y se marchó.
Ya en la casa, Juanito le preguntó si mañana habría clases porque con ese calor él preferiría no ir. Su madre, con la certeza de quien sabe que nada es gratis en la vida, le respondió: -bueno, clases no sé si haya porque “el municipio”, igualito a tu papá, no quiere responder, y lo del calor no es problema porque es cuestión de trámite…

jueves, 29 de diciembre de 2011

El tiempo ya no es natural

-¡Lista la llamada a Bogotá!, decía la operadora telefónica, unos 15 ó 30 minutos después de habérsele pedido el servicio desde la casa.

Si había que esperar se esperaba porque la gente tenía tiempo para esperar: el que llamaba y el destinatario y por supuesto, la operadora. Todos esperaban porque el tiempo era diferente, su medida era natural, obvia, espontánea.

Y claro, la comunicación personal era importante y más sencilla, sólo bastaba buscar a la persona y hablarle física y directamente. Lo urgente era igualmente urgente que hoy, pero solucionarlo tenía su momento porque había que esperar.

Comunicarse requería tiempo pero no era una tardanza, no era una demora, porque teníamos una noción natural del tiempo, no artificial. Hoy la comunicación es inmediata y por esa misma razón no da lugar para escuchar, pensar y responder porque en el tiempo que la inmediatez va dejando hay que hacer por hacer más y más cosas.

Por eso creo que la tecnología acorta inmensamente las distancias, es innegable, pero también el tiempo para vivir porque somos esclavos y dependientes de los “beneficios” de esa tecnología que se apropia de nuestro tiempo.

Alguien que aparentemente habla frente a otro está más distante que nunca de esa persona gracias al último demonio de la inhumanidad: el famoso blackberry, al que le he declarado públicamente mi aversión porque, además de distraer e irrespetar, es el yugo máximo de la alienación mental.

Algo que debería ser “moderno” es lo más opuesto a la modernidad, al hombre como centro universal, a su razón de ser social y su respeto por el entorno, incluidos los demás. Con el simple teléfono celular ya es suficiente.

Y así sucede con muchas otras cosas: la televisión, la internet, los videojuegos, las computadoras nos acortan las distancias y facilitan la comunicación, más no la vida porque le quitan tiempo a cosas elementales como escuchar, pensar y contemplar el espacio en que vivimos. 

Además de que los días demoran cada vez menos tiempo (porque estoy convencido de que La Tierra está girando milimétricamente más rápida) tampoco ayudamos a hacer más extensos los espacios del tiempo porque lo consumimos con voracidad y al final terminamos repitiendo una y otra vez un día igual a otro.

Creo que cada uno de nosotros debe hacer, como dijo el escritor Mario Lago, un gran pacto pacífico con el tiempo para que ni él nos persiga, ni nosotros huyamos de él, así algún día tengamos que encontrarnos.

martes, 6 de diciembre de 2011

La vida se complicó

No es que todo tiempo pasado haya sido mejor. Lo cierto es que lo mejor del presente es mucho más complejo y menos simple que lo mejor del pasado.

El “hoy” es complejo porque es más condicionado. Todo tiene condiciones: la amistad, la educación, la salud, la superación personal, la alimentación. Solamente el hecho de vivir tiene demasiadas condiciones; escapar de la violencia desde el nacimiento mismo es una de ellas.

La vida se complicó cuando la gente quiso vivir como la mayoría, y la mayoría creció tanto que cada vez impone condiciones, convence y absorbe a quienes no pueden pero hacen lo que sea por vivir como la mayoría. Ejemplos: la moda, la forma de hablar, los negocios, el comportamiento, el dinero.

Por eso los únicos felices absolutos son los locos que van pateando su propio mundo por las calles, a los que nada ni nadie se atreve a modificar su idea de la vida.

La vida se complicó cuando el dinero fue más importante que todo, incluso que la familia. Se complicó cuando la política fue negocio y no convicción.

Se complicó cuando la belleza de las mujeres comenzó a pasar por el quirófano. El concepto de ser bella es más complejo; hay más condiciones.

Se complicó cuando la rigidez de los amargados decretó que ser niños y locos es exclusivo de la infancia y sinónimo de irresponsabilidad, como si la vejez no demostrara lo contrario.

Se complicó cuando los niños comenzaron a caminar en los colegios y no en la casa. No siendo suficiente con el kinder y prekinder, hoy existen gateadores, caminadores, párvulos, jardincitos, jardín y postjardín, transición, etc. Sólo falta abrir inscripciones para “prenatal”, con bono “voluntario” incluido, por supuesto.

Se complicó cuando el triunfo personal comenzó a ser requisito “para ser alguien en la vida”, como si uno viviera para triunfar o lo que es peor, tuviera que triunfar para vivir. Uno vive para vivir, y punto, con eso ya ha triunfado.

Se complicó cuando quisimos ser como el resto del planeta. No pensamos como nuestros indígenas, ni siquiera los entendemos, tampoco aprendemos a hablar el español, pero nos desvivimos por hablar inglés porque eso es lo que debe saber el mundo entero.

Se complicó cuando ya no se pudo conversar en las puertas de las casas al vaivén de las mecedoras y nos impusieron el sueño antes de tiempo.

Se complicó cuando nadie creyó en sus pueblos y cuando irse para siempre de ellos fue prueba de valentía y superación. Se complicó cuando todos quisieron ser citadinos y muy pocos provincianos.

La vida se complicó con la llegada de los teléfonos celulares, la televisión por cable, los videojuegos, las computadoras portátiles, los alimentos precocidos, la comida light. Contrario a lo que se cree, la tecnología no ayuda en nada a la simplicidad de la vida; quizás la hace más fácil pero no más simple. Simple era buscar una tarea en un libro.

Todo, desde la sencillez de respirar hasta la necesidad de amar y la infalibilidad de morir, se ha vuelto cada vez menos natural y más artificial.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

¡Buena esa, cogiste periódico!

Contrario a lo que uno podría pensar, desde hace mucho tiempo es motivo de orgullo para la delincuencia, el que sus hazañas sean publicadas en los periódicos.

Tanto es así que en algunas salas de las casas de los propios delincuentes están enmarcados los recortes de los periódicos con la foto del muchacho al momento de su captura, con mucho más valor si éste tiene una expresión de satisfacción por la “hazaña” y la fama lograda, y claro está, por la confianza de hallarse libre en pocos días.

No es broma. Hay estudios hechos en Cartagena que analizaron las páginas judiciales de los periódicos locales y en los que se incluyeron las emociones que despiertan en los familiares las apariciones de sus hijos retratados en la prensa.

La atracción por la fama a través de la prensa es tan antigua como la prostitución. Lo hacían los legendarios ladrones de bancos del Viejo Oeste norteamericano. Lo hizo Al Capone en los años 60 en Estados Unidos y los narcotraficantes de los 80 y 90 en Colombia.

Desde marihuaneros, rateros, violadores y estafadores hasta los más especializados artistas de la delincuencia organizada se complacen con su aparición en los periódicos. Pero no todos tienen la “fortuna” de salir en las páginas judiciales con el producto del ilícito enfrente y el escudo de la Policía Nacional al fondo. Muchos tienen que conformarse con ser fotografiados en la página de los eventos sociales con un vaso de whisky en la mano o rodeados de policías espectacularmente uniformados y muy bien armados.

Claro que no siempre fue así. La fama de la delincuencia común se transmitía de boca en boca, y había malandros locales tan populares que a veces le practicaban un atraco a algún conocido y entonces sólo les quedaba decir: -¡Mierr…. tu eres fulanito, cierto?… tírame algo ahí man!

Hoy el negocio ha crecido mucho, no sólo por su incubación en el hambre y la pobreza, sino porque el ejemplo de delinquir y de ser respetado por la maldad ha sido magnificado hasta el punto de recibir aplausos y causar envidia en la gente.

El éxito requiere no sólo lo espectacular del delito sino la habilidad para buscar el apodo, porque eso sí: el que no tenga un buen apodo no consigue destacarse entre tanto raterito de poca monta que, además de “dañar” el negocio y desprestigiar el arte del robo, quita espacio en las páginas judiciales de los periódicos.

El catálogo de apodos incluye de todo. Desde viejos bandidos de la TV convertidos en héroes como “Los Magníficos”, pasando por los más comunes como “El cuchilla”, “Tyson”, “El loco”, “Perro muerto”, “El tuerto”, “El muñeco”, “El mono”, “El ñato” o ”El ratón”, hasta los que llevan uniforme, les dicen “Don” o se ganan un número en lugar de alias.

Esas caras avergonzadas que vemos en los periódicos realmente duran poco. Lo preocupante para el delincuente es el prestigio en el barrio y en eso piensa cuando está frente a la cámara, pero el momento más sublime ocurre cuando, ya de regreso, sus amigos y familiares le dicen: - !Uyyy loco, buena esa, cogiste periódico!

¿Infidelidad heredada?

Un amigo cercano ya entrado en los 60 y con varias sociedades conyugales a bordo, me confesó haber descansado el día en que la ciencia descifró el genoma humano y abrió la posibilidad de que la infidelidad fuese hereditaria.

Desde que engañó a su entonces esposa, aún en plena luna de miel, llevaba consigo un remordimiento que parecía no tener fin hasta que el bendito genoma le dio la absolución.

En algo puede tener razón: el fenómeno del “cacho” parece obedecer a comportamientos regidos por la genética, pues hay personas en las que se constituye en un acto compulsivo e incontrolable. Es decir, la inclinación casi involuntaria por poner unos buenos “cuernos” viene a convertirse en lo que la insulina para los diabéticos.

Es más, la sabiduría popular ha fundamentado una teoría según la cual ser receptor de una traición es casi un paso insalvable en el siempre tortuoso camino del amor, y la sintetizan en la ya célebre frase según la cual “un amor sin cachos es como un jardín sin flores” o “un hombre sin cachos es un hombre indefenso”.

Sin embargo y aunque ya poco le importa por los años y porque no tiene “perrito que le ladre”, le comenté que anduviera con mucho cuidado porque, ya sea por amor o por honor, la infidelidad es, después del conflicto armado y los accidentes de tránsito, una de las mayores causas de muerte violenta en este país.

La infidelidad es tan antigua como el paraíso pero hoy se ha convertido en un problema de seguridad personal. Hay quienes optan por el suicidio como castigo a la conciencia del ofensor, con la esperanza de que el remordimiento sea peor que haberle matado.

Pero otros, aún con la obsesión a cuestas, creen vengar el honor con despiadados procedimientos que van desde el envenenamiento hasta el cercenamiento del miembro viril. Todo depende de la forma en que sea notificada la infidelidad. Es decir, si es in fraganti o luego de una exhaustiva investigación.
Machetazos, balazos, puñaladas, bebedizos y hasta maldiciones de muñecos con alfileres hacen parte del amplio espectro de métodos para exterminar a la persona que se debate entre el amor y el odio, y seguro que a mi amigo no le serviría algo así como que “no es mi culpa; lo heredé”.

Lo cierto es que nadie está exento. Hombres y mujeres aplican la infidelidad con intrepidez, con la diferencia de que a los hombres infieles se le da el impropio y denigrante apelativo de “perro”, mientras que en las damas se conoce como “liberación”.

Qué fácil se muere

Todos los días estamos escudriñando en la muerte, en sus números, en sus causas, en su sevicia pero muy poco en la facilidad con que se muere en este país, en esta ciudad, y sobre todo, en el apego que le hemos llegado a tener.

Hace unos dos años, en Bogotá, una señora detuvo su carro en el semáforo. Llevaba mil cosas en la cabeza, menos la posibilidad de morir. Las mil cosas, la cabeza e incluso la muerte misma terminaron retorcidas entre los hierros del carro, debajo de un bus escolar cuyo freno terminó siendo la vida de los dos conductores.

El año pasado un niño en Montería y una niña en Villavicencio, para quienes el colegio no representaba amenaza diferente a la del regaño de sus profesores, murieron al caerle encima una pared, al primero, y un árbol sobre su aula, a la segunda. No pudo ser un ladrillo o una rama que avisará del peligro. No, ¡tenía que ser toda la pared y todo el árbol!

Y qué tal aquellos veintitantos niños del Colegio Agustiniano de Bogotá que hace pocos años fueron aplastados por una máquina de construcción en un accidente tan absurdo y fantástico que parecía una mentira sacada de esos dibujos animados a los que les cae encima cuanta cosa hay en el mundo.

También en Bogotá, dos niños y su madre fueron brutalmente asesinados por su padre y esposo sin más razón que una supuesta amenaza sobre su vida si no cumplía con el triple crimen. ¿Cómo explicar que el miedo frente a la supuesta amenaza no lo tuvo a la hora de exterminar a su familia? Otros por lo menos tienen el coraje de matar y suicidarse después.

El año pasado en Cartagena una persona perdió la cabeza, literalmente, cuando un taxi golpeó el listón de madera que ésta cargaba en su hombro, justo en la parte exacta para que el listón girara con tal fuerza y puuuff… se acabó.

Y por supuesto, nunca faltan los rayos que sin saberlo, andan por ahí, impunes, como todos los rayos, alcahueteándole los caprichos a la muerte, ni siquiera de la noche a la mañana, sino, precisamente “en menos de lo que dura un rayo”.

Ahora bien, cuando no es el infortunio es la fascinación por la muerte, esa que parece invitar a los motociclistas en esta ciudad y que atropella o anda buscando postes y paredes para detener la locura de tanta imprudencia. A la gente le ha parecido fascinante matarse o matar a otros en accidentes de moto que cada vez son más intencionales porque las circunstancias son tan absurdas que parecen advertirlo todo mucho antes de que pase, y la escena ya obedece a un ritual de irresponsabilidad, alcohol y vanidad para dominar la velocidad.

En este fenómeno la lógica no encaja porque aquí morir abrazados a los hierros retorcidos de una motocicleta no responde a la relación causa-efecto, pero tampoco a la casualidad. Es decir, no hace parte del ciclo normal de cualquier cosa, como las inundaciones tras el invierno, por ejemplo, ni se trata de mala suerte. No, esto es un peregrinaje frenético hacia los límites de la vida.

En fin, es muy fácil morir sin presentirlo, sin imaginarlo y casi sin sentirlo, especialmente entre nosotros los colombianos, para quienes las muertes naturales y fortuitas son extraordinarias frente a la carnicería de la guerra. Por eso la única muerte que todavía nos sorprende y conmueve es la ocasionada por la mala suerte. La de la violencia ya parece justificada.

Parecemos tener una necesidad incontenible de exterminarnos cada vez con más fuerza y menos razones. Los muertos se olvidan pero las ganas de masacrarnos y la creatividad para hacerlo aumentan con los años.

Hace 60 años lo hacíamos a punta de machete sólo porque unos eran azules y los otros rojos; después porque ambos habían traicionado a los del machete y eso ameritaba una revolución guerrillera… Al machete y el fusil se sumaron las pipetas de gas y las minas quiebrapatas.

Todos estos eran métodos muy lentos y selectivos para acabarnos a todos rapidito. Había que buscar algo contundente, masivo, de corte internacional, y llegaron los carrobombas. La consigna fue que las ciudades sintieran lo que las pipetas producían a diario en los pueblos.

Y luego, unos señores que decían autodefenderse y defender a las víctimas indefensas decidieron jamás permitir que la guerrilla acabara con el país: ¡ellos también querían acabarlo! Es más, debían ser ellos y no otros. Entonces vino la motosierra.

Eso de que “para morirse sólo hay que estar vivo” aplica para justificar lo fácil que es morir por una enfermedad, pues por lo demás, ya no se trata únicamente de estar vivo sino de huir permanentemente de la muerte.

Estamos inmersos en ella, nos tiene atrapados. Le hemos rendido tanto culto que se siente a gusto entre nosotros y no sólo llega cuando le invocamos. Es decir, cuando no le ayudamos sea por la imprudencia del alcohol o la velocidad o por la irracionalidad de la violencia, ella aparece bajo el manto oscuro de la casualidad, como diciéndonos “se lo merecen”, o parodiando la vieja canción: “para que no me olvides…”